sábado, 15 de julio de 2017

Mariana (Historia de una residencia de ancianos). Capítulo Sexto

Mariana

(Historias de una residencia de ancianos)


Capítulo Sexto


Mariana se dirige a la habitación de Francisco.

-Triste tiene que estar el gorrión, para no bajar a tomar café. La comida le da igual. No siempre baja a comer, pero el café no lo perdona.

-¿Se puede Francisco?

-Pasa, Mariana.

Francisco tiene puesto un pijama de rayas. Le sobra tela por todas partes.

Es un hombre muy delgado. Sólo tiene huesos. En otra época tal vez estuviese más grueso y por eso tiene el pellejo tan arrugado. La cabeza conserva aún algunos cabellos grises, casi blancos, que él (coquetón) cruza de un lugar a otro de su cráneo para disimular la calva, pero ahora caen lacios casi hasta los hombros. Los ojillos de ratón, casi cerrados por sus parpados caídos, se esconden tras unos gruesos cristales de los vulgarmente llamado “culo de vaso”.

Al entrar Mariana, levanta la vista del libro que está leyendo y le sonríe. Se ha quitado la dentadura, que se encuentra sumergida en un líquido blanco, dentro del vaso que hay sobre la mesilla de noche y su boca desdentada y arrugada, bajo su bigote hitleriano, parece una pequeña cueva.

Mariana nunca le había visitado en su habitación y le sorprende el aspecto tan diferente a cuando lo ve arreglado, no parece el mismo. Piensa…

…”Sería Francisco alguna vez un hombre atractivo. Vestido parece otra cosa, pero así… ¡Madre mía, que feo es el pobre!

Ella sabe que los viejos no tienen nada que ver con lo que fueron en su juventud, ella lo sabe por si misma. Pero es que a Francisco es casi imposible imaginárselo como un joven apuesto y atractivo.

-¿Por qué no has bajado a tomar café hombre? Me has dejado solita.

-Dudo mucho que tú te quedes solita. Siempre hay alguien contigo.

-Pero yo te hecho de menos a ti…

-¡Eso no te lo crees ni tú!

-Vaya, hoy está el gorrión pión. ¿Que pasa por esa cabecita de viejo chocho?

-¡Nada, no me pasa nada! ¿No puedo estar a solas?

-Vale, vale, no te enfades, ya me voy y te dejo. No hace falta que te enfades.

Se marcha a su habitación un poco mosca con Francisco, no entiende lo que le pasa, nunca le ha contestado así. Está preocupada por su amigo.

Francisco le contó una vez su vida y ella lo va recordando, mientras espera el ascensor para subir.

…Él trabajaba en una oficina cuando se jubiló, pero de niño empezó en una tienda de tejidos. Sus padres murieron cuando él apenas tenía doce años. Su abuela se quedó con él, pero ella no tenía dinero para mantenerlo y lo colocó de dependiente en la tienda. El dueño le tomó mucho cariño y le pagó los estudios de contabilidad y lo colocó llevando esta en cuanto terminó sus estudios. Se casó con la hija del dueño al morir este, pero no quiso llevar el negocio y se colocó en una oficina y allí estuvo toda su vida hasta que se jubiló.

Francisco es una de esas personas de ideas fijas e inmutables. Cumplidor en su trabajo hasta el final. Fiel en su matrimonio hasta la muerte de su esposa. Católico, apostólico y romano, sin cuestionarse ninguna duda de fe. Jamás habla del dictador, porque el vivía bien y nunca preguntó por qué otros vivían mal. Todos los domingos acude a misa sin faltar ni uno aunque esté enfermo, porque así se lo manda la Santa Madre Iglesia. Comulga y reza como le enseñaron de niño, aunque Mariana a veces piensa si no será como el loro “Que dice lo que sabe, pero no sabe lo que dice”. Ella a veces quiere saber si sabe lo que significa o lo que dice el Padre Nuestro, pero él cambia de conversación y se enfada, porque el Padre Nuestro es como es y no hay por que cuestionarlo.

La jubilación fue un duro golpe para él. Un hombre entregado toda su vida, en cuerpo y alma a su trabajo, no pudo resistir ese momento en el que con un finiquito y unos cuantos billetes, te dicen que ya no sirves para nada. Así se lo tomó él. Otros piensan que es el momento de hacer lo que no pudieron hacer antes, pero Francisco no, él se consideró rechazado después de tantos años trabajando sin descanso.

A los dos años de su jubilación, recibió el golpe de gracia con la muerte de su mujer y por si era poco, el engaño y abandono de sus hijos, los cuales le habían instado a vender la casa para que se fuera a vivir con ellos, cosa que no ocurrió. En cuanto vendió la vivienda, consiguieron inhabilitarlo a causa de la gran depresión que sufría, se quedaron con el dinero y lo metieron en la residencia.
 
 
Francisco es una de esas personas que nunca han conocido otro placer que el del deber cumplido. Jamás fue de viaje, nunca se permitió unas vacaciones.

Su trabajo era la oficina y nunca deseó otra cosa. Su mujer fue su primera novia y nunca tuvo amantes, y sus hijos fueron hijos del sagrado vínculo del matrimonio y nunca del placer. Los tuvo porque Dios se los dio, no porque él los deseó.

Es un hombre sencillo, correcto y educado a la antigua usanza. Perteneció a aquella sufrida clase media “del quiero y no puedo”, donde todo era pecado, todo secreto, todo prohibiciones y que él aceptaba sin rebelarse.

Su familia era de derechas, no porque sus pensamientos comulgaran con esas ideas, sino porque la guerra los cogió en la parte nacional y ellos no se cuestionaron nunca, si podía ser otra cosa. Su tradición religiosa, su obediencia borreguil, su ser siempre la misma cosa, no les dejó pensar nunca.

Él perteneció a la O.J.E., a la adoración nocturna, a los camisas azules, como si hubiera pertenecido a un clubs de cualquier cosa por herencia de padres y abuelos.

Mariana para sacarlo a veces de quicio, se mete con él, preguntándole como hacía el amor con su mujer. Él enrojece de vergüenza y dice que no son cosas para hablar con mujeres. Como es lógico, es machista también por herencia y tradición.

Nunca sintió la ternura de tener a sus hijos en sus brazos y estos crecieron como unos perfectos desconocidos. Unos desconocidos que se fueron yendo de casa, dejándolo solo y olvidado, sin haberle amado ni odiado.

Jamás disfrutó de una noche bajo las estrellas junto a su mujer, y el amor se le fue apagando como el fuego que no se alimenta (si es que hubo fuego alguna vez), convirtiéndose en una rutinaria costumbre.

Cuando vino a darse cuenta del mundo que le rodeaba, el mundo se había olvidado de él y sólo y olvidado se refugió en la amistad de Mariana tratando de llenar el hueco del desamor.

Los dos se acompañan en sus soledades. Toman café, leen, van de compras al centro. Se consuelan y acompañan y conversan largamente en las mortecinas tardes de otoño o en las cálidas tardes del alegre verano.

Los dos han creado un universo común, donde no habitan más que ellos dos. Por eso Mariana se ha sorprendido tanto con la actitud que su amigo ha tenido esta tarde. Tal vez no le ha gustado que le viera en un estado tan penoso, Francisco cuida mucho su imagen estética, y hoy estaba deplorable.

Mariana se consuela, pensando que tal vez esa haya sido la causa de su extraña actitud.

...
 
…Un tenue rayo de sol penetra en mi habitación, atravesando la cortina que cubre el balcón.

Un reflujo hace estela de polvo dorado que descansa sobre la cómoda. Sentada en mi mecedora, me mezo y el chirrido que hace al moverse acuna mis pensamientos.

La suave luz dorada da un aspecto soñoliento y lejano a la habitación y me trae el recuerdo de otras habitaciones de mi infancia, donde un anciano o anciana, parientes de mi madre, esperaban pacientemente la muerte, mecidos como yo por este chirriante vaivén.

Aquellas escenas doradas, polvorientas, añejas. Aquel olor a muebles viejos, a cuerpos viejos, me estremecía. Ni por un instante, cruzó por mi mente infantil, que un día yo sería protagonista de un cuadro semejante.

Cuando somos niños, los ancianos, envueltos en esta aureola mortecina, que los ilumina a través de una ventana, nos parecen fantasmas.

Sus cabellos blancos, sus ojos cansados y perdidos en el ayer. Sus manos nudosas, de venas azules y abultadas, llenan nuestros sueños de espanto.

¡Cuantas noches después de aquellas visitas, me quedaba sin dormir!

Aquellos blancos ancianos, aquellos transparentes fantasmas, me llenaron de temor mi infancia.

Si un niño entrase hoy en mi habitación, sentiría el mismo miedo hacia mí…

…Pasamos por la vida sin darnos cuenta y cuando venimos a hacerlo, no podemos coordinar nuestros movimientos, nos falta la vista y nuestros esfínteres, no nos responden, y perdemos lo más importante, la memoria.

Nos encontramos indefensos en manos de otros, que pueden hacer con nosotros lo que les apetece. No te dejan elegir lo que comes, ni donde quieres ir, ni si te quieres acostar o levantar cuando lo deseas, y no bajo los horarios que ellos te imponen.

Los recuerdos de la infancia se agolpan en tu mente y los puedes contar con claridad, pero llamas de usted, al hijo que pariste porque no le reconoces. Olvidas donde pusiste la aguja que momentos antes tenias en la mano, bajar a comer o quitarte la ropa para dormir.

Los jóvenes dicen que repites las cosas mil veces, pero tu crees que las dices por primera vez.

Si supiéramos con que velocidad pasa el tiempo. No tiraríamos la mitad de la vida  corriendo detrás de sueños inalcanzables o persiguiendo quimeras que nunca vamos a conseguir.

Lucharíamos bastante menos por el porvenir incierto y gozaríamos de ese presente al que despreciamos. Lucharíamos por lo bueno que se nos ofrece en el momento en que vivimos, porque el reloj no da la vuelta atrás, ni el tren de la oportunidad retrocede en su camino.

Aunque si hiciéramos todo esto, no seriamos humanos.
 
 
…Recuerdo aquella casa enorme, donde mi madre me llevaba con ella, siendo aún muy pequeña. Era una casa señorial, con muchas ventanas y balcones, adornados con preciosas cortinas alegres y llenas de flores.

La aldaba, del enorme portalón, de puertas claveteadas con clavos dorados y salientes, era una mano de hierro. Un puño cerrado cortado por la muñeca con todos los huesos y venas dibujados en relieve.

Aquella mano me fascinaba y cuando mi madre la alzaba para golpear la puerta, yo me estremecía ante los golpes que atronaban en mis oídos. Cuando la puerta se abría aparecía una sirvienta que sonreía y me besaba. Se entraba a un patio enorme decorado al estilo árabe, con mosaicos de colores en las paredes y muchas macetas de flores. En el centro había una fuente, redondeada por un gran arríate, donde crecía un enorme laurel, que daba una sombra deliciosa los días calurosos del verano. En las esquinas había unas estatuas. Una de ella me embobaba, me quedaba mirando como ese niño de mármol orinaba. En otra esquina había una reproducción de la Venus de Milo, con sus brazos rotos y yo todas las tardes le preguntaba a mi madre, que quien le había roto los brazos, y ella se encogía de hombros como respuesta.

Lo que más me gustaba del patio era un arco que daba entrada a la casona. A ambos lados del arco habían sembrado dos parras, una de uvas negras y otra de uvas blancas. Las dos se entrelazaban alrededor del arco y los racimos de uvas se mezclaban los colores. Era una maravilla artística.

Mi madre, a través de un largo corredor, me llevaba a una habitación, con grandes muebles de caoba que despedían destellos rojizos bajo la luz del atardecer. Allí me recibía aquel anciano blanco, blanco su pelo, blanca su barba, blanca su piel y blanca su camisa, de un blanco impecable, planchada y limpia. El anciano estaba sentado en una hermosa mecedora de un mimbre brillante, con brazales de caoba rojizos, suaves, a los que yo acariciaba fascinada, hasta que él cogía mi mano y la acercaba a su pecho, que se agitaba ruidosamente a causa de su bronquitis.

En la habitación había una enorme estantería llena de libros y él siempre tenía un libro en la mano, que depositaba en su regazo en cuanto me veía entrar.

Este hombre nunca me infundió miedo, ¡era tan hermoso!, parecía un personaje bíblico con su larga barba y esos ojos tan azules y tan dulces que me miraban con tanta ternura. Me acariciaba el pelo y suspiraba murmurando muy bajito: “Pobre niñita linda”.

Su voz era una caricia para mis oídos, cuando me leía aquellas maravillosas historias que sacaba de un  hermoso libro con unas pastas dibujadas en relieve y con muchos dorados. Yo sentía que mi afecto por él era cada vez más grande. Él era para mí el abuelo que nunca conocí.

Cuando mi madre se marchaba dentro, yo me sentaba en una pequeña silla de nea, preparada para mí, junto a una pequeña mesa, donde había chocolatinas, pasteles y toda clase de chucherías, y él me leía esos cuentos que tanto me gustaban.

Un día mi madre no me llevó a aquella estancia, me dejó en la cocina con el servicio, que andaba muy ajetreado, pero yo me escapé en un descuido y entré en ella.

Las cortinas descorridas, dejaban penetrar la luz, luminosa del verano, a raudales. La mecedora estaba vacía, sobre ella la manta azul y negra, doblada, y sobre ella el último libro que me había leído el anciano.

Mis ojos infantiles no podían aceptar esta escena, comparándola con la que había vivido durante tanto tiempo. No podía comprender por qué él no estaba allí, sentado en su hamaca.

Lo busqué por toda la casa y no lo encontré. Nadie quiso decirme donde estaba.

Tuvieron que pasar muchos años para que mi madre un día me explicara la verdad de toda aquella historia, el motivo de las visitas y la ausencia de aquél anciano.
 
 
…A pesar del tiempo transcurrido lloré a lágrimas vivas, cuando supe la verdad.

Ese anciano había sido un gran escritor. Era el padre del cortijero al que servían mis padres y mi madre iba a limpiar aquella casa. Cuando mi madre me contó la historia yo insistí en que me explicara por qué me quería tanto y el por qué de aquella frase que nunca olvidé, “pobre niñita linda” con los ojos tristes y llenos de lágrimas. También insistí una y otra vez en por qué yo merendaba con aquel señor, cuando los hijos de los demás sirvientes, lo hacían en la cocina, o en el patio, donde jugaban y correteaban.

Mi madre al principio me soltaba muchas excusas, pero cansada de tantas preguntas un día me dijo que era un secreto que no podía revelarme y que algún día, cuando ella creyera necesario, ya me lo contaría.

Aquello me intrigó tanto, que volví a pensar que mis padres me habían recogido y volví a darles la matraca una y otra vez, hasta que un día, recién cumplido los quince años mi madre me lo contó a espaldas de mi padre, cuando él estaba con el señorito de viaje comprando cosas del cortijo.

Mis padres se habían casado, porque se conocían desde siempre, algo que pasaba con frecuencia en aquellos tiempos. Sus familiares eran amigos, ellos habían crecido juntos y un día se concertó la boda y se casaron. Mi madre no se había enamorado nunca, pero un día estaba cortando el trigo en el cortijo y pasó por allí el señorito a caballo. Ella me contó que estaba sudando y se había desabrochado el corselete que llevaba sobre la blusa. El señorito que era un guapo mozo paró el caballo y se quedó mirándola, ella le devolvió la mirada y así pasó un día tras otro. Él iba a mirarla y ella se iba enamorando cada día mas. Hasta que un día, el señorito se la llevó a caballo y pasó lo que tenía que pasar. Mi padre no se enteró de nada. Tuvieron un romance a ocultadillas de todo el mundo, hasta que mi madre se quedó embarazada y él huyó. Después él se fue a Londres a estudiar y ella le mintió a mi padre diciendo que yo era suya.

Mi madre no sabía como el viejo escritor se había enterado de todo. Una tarde la llamó, le sacó el secreto y le propuso que fuera a limpiar la casona, con el pretexto de que me llevara a mí para verme. Cuando me vio por primera vez, yo no lo recuerdo, tenía solo dos años. A partir de entonces mi madre trabajaba allí todas las tardes y yo las pasaba con aquel anciano al que consideraba mi abuelo y que en realidad lo era.

A mi no me benefició para nada ser la nieta de aquel hombre rico, ni de su hijo, pues en aquella época cualquier deferencia que hubieran tenido conmigo los hubiera delatado, y eso sería un gran borrón para aquella familia de buena clase. Pero ahora me explicaba por que el señorito nos había dado una casa, por que el cura, mandado por él, me enseñó a leer y escribir, por que todos los cuentos de sus hijos, aunque algunos rotos, pasaban a mí, y por que de vez en cuando el viejo escritor me compraba un vestido nuevo y unos zapatos. En aquel momento, a mis quince años, empecé a entender el “pobre niñita linda”.

Un día me di de bruces con mi padre “el señorito”. Me cogió la barbilla y se me quedó mirando un rato largo, luego me soltó y sin decir palabra, se marchó. Yo sentí latir mi corazón con mucha fuerza, pero tampoco dije nada. Los dos emprendimos el camino en dirección contraria sin volver la vista atrás. Yo estaba deseando volverme, pero no lo hice. Cuando llegué a mi casa me encerré en mi habitación y estuve llorando hasta que me quedé dormida.
 
...
 
-¿Damos un paseo, Francisco?

-Sí, vamos.

Los dos cogidos del brazo se dirigen lentamente hacia el jardín. Acaban de tomar su café.

Es una tarde de un suave diciembre. El otoño acaba de morir y baña con una suave luz la tierra.

Los árboles, bañados por esa luz, que hace guiños entre las hojas destacan sus verdes claro-oscuros, dándole una belleza mágica.

Las hojas van cayendo de los árboles al paso de los dos amigos, que gozan como chiquillos, al oírlas crujir bajo sus pies.

-Pronto esos árboles de allí estarán pelados y lucirán sus ramas secas.

-Sí, Mariana, pero esos otros seguirán teniendo sus hojitas verdes que nunca se caen.

-Es verdad. ¿Sabes Francisco? Mi madre le tenía mucha aprensión a la caída de la pámpana.

Mariana ha expresado esta frase con un estremecimiento. Al igual que a su madre, la caída de la hoja, le asustaba.

-Mi madre decía que la pámpana al caer se llevaba por delante a muchos enfermos. Y muchos de mis seres queridos se han marchado en esta época.

Vuelve a estremecerse.

-¿Tienes frío, Mariana?

-No Francisco, son los recuerdos.

-¿Quieres hablar de ellos?

-No gorrión, no quiero ponerme triste en una tarde tan hermosa. Mira, muevo la cabeza y se van. ¿Ves?

Francisco ríe ante el movimiento gracioso que hace Mariana con la cabeza, para alejar sus pensamientos. Ella se contagia y ríen los  dos alegremente olvidando por un momento la tristeza.

Los dos contemplan como se va ocultando el sol tras las montañas, los reflejos son cegadores y les obliga a hacer pantalla sobre sus ojos con las manos. Lentamente se va hundiendo y parece no querer desaparecer disparando sus rayos cegadores. El cielo azul está cruzado por nubes rosadas que hacen en algunas partes como un rayado azul y rosa.

-Mira Francisco, la Virgen está planchando.

-¿Que dices Mariana?, ¿cómo va a estar la Virgen planchando?

Mariana ríe.

-Era lo que decíamos las niñas cuando veíamos este cielo rosado, que la Virgen estaba planchando y San José aserrando. Cosas de niños.

-Sí, cosas de niños. ¡Ojala volviéramos a ser niños, aunque a mi de poco me sirvió serlo.

-¡No te entristezcas gorrión! Mira que hermoso está el cielo, cierra los ojos y retén dentro de ellos estos colores. En cuanto el sol se oculte del todo, habremos perdido este bellísimo panorama.
 
...
 
Mariana da sus habituales paseos por el pasillo para calmar los dolores de las piernas. En uno de ellos, ve venir a Rosa. Alegre y dicharachera como siempre. Se hace la desentendida paro Rosa la agarra por el brazo.

-¿Te has fijado en lo triste que ha vuelto Inés de Santander?

-No Rosa, no me he fijado.

-Pues sí, ha vuelto de ver a su hija muy triste y llora mucho. A ver si le pasa a esta como a Lucrecia. ¿Te acuerdas de Lucrecia?

-Sí, pobrecilla, ¿por qué se mató?

-Lucrecia se había io a su pueblo a ver a sus hijos, pero antes de lo que se esperaba regresó. Tan triste y depre como esta. Sin embargo nunca le contó a nadie que le había pasao. A los pocos días se tiró por el hueco de la escalera desde el noveno, reventándose y muriendo en el acto.

-Sí, la soledad y el abandono familiar es algo bastante fuerte para la poca voluntad que a veces tenemos los seres humanos. Deberíamos estar preparados para afrontar el abandono que conlleva la vejez, aunque eso es muy difícil de afrontar. Mas tarde o mas temprano, a todos nos dan la espalda y nos cuesta admitir que es así.

-Es cierto pero no todo el mundo tiene esa fuerza de voluntad para resistir tanta pena. Es duro aceptar la realidad.

-A mi me cuesta mucho aceptar el abandono, aunque acepto bien la vejez.

-¡Que vejez ni vejez!, Mariana. Vieja la ropa. ¡Yo no soy vieja! ¿No vez que estoy hecha un pimpollo?

-Mas bien un pollo secado al sol, con mas arrugas que una persiana.

-¡Mala pécora, te coman los Mengues!

Rosa se marcha riendo y Mariana piensa en la pobre Inés. Seguro que la hija le ha hecho alguna faena y por eso ha vuelto tan triste.

…Deberíamos estar mentalizados para afrontar el abandono de los hijos. No nos acordamos que una vez fuimos hijos y abandonamos a nuestros padres. Sin embargo cuando nos toca a nosotros nos volvemos unos egoístas. Los hijos no son unos muñecos a lo que se pueden manejar a voluntad. Olvidamos que son personas que pueden ser muy diferentes a nosotros y que cuando ya no nos necesitan se olvidan de que existimos.

Tenemos en la cabeza unos patrones creados por la sociedad donde el vínculo familiar tiene que ser sagrado y respetado y nos olvidamos que quizás esas conductas que criticamos, son las conductas lógicas y normales de nuestra condición animal.

La madre que echa a sus hijos a buscarse la vida. Los hijos que forman una nueva familia y se desvinculan de la anterior.

Los seres humanos queremos que se cumplan unas conductas estipuladas ¿por quién? ¿Quién dijo que los hijos deben cuidar de los padres? ¿Quién dijo que los padres deben cuidar de los hijos cuando ya se pueden buscar la vida? ¿Quién dijo que el vínculo de la sangre une a los seres de una familia?

Si miramos a la naturaleza animal, a la cual pertenecemos, no hay mas vinculo familiar que en la lactancia los mamíferos y cuando son crías los demás. En cuanto un pajarillo tiene las alas crecidas, la madre lo echa a volar y si no es espabilado se estrella contra el suelo. ¿Crueldad? No, condición animal, instinto de supervivencia. Hay hijos humanos que chupan la sangre de sus  padres toda la vida. ¿Normal? No, antinatural. Lo natural, lo que nos pide la naturaleza es sobrevivir por uno mismo.

Los elefantes cuando son viejos se marchan a morir al cementerio, no se hacen una carga para la familia. ¿Cruel? No, natural. Y podríamos ver miles de ejemplos y en ninguno de ellos se constituye la familia al estilo humano.

Los humanos nos hemos inventado la farsa de la familia, que luego por nuestra condición animal solemos destruir dejando a los miembros destrozados. Si no creyéramos en la familia, no nos romperíamos el corazón, cuando padres o hijos nos abandonan los aceptaríamos como lo acepta la fauna animal.
 
 
Yo traje a mis hijos porque quise, ellos no me pidieron venir. ¿Y si no les he gustado nunca, porque ha de venir a verme? Tal vez siempre fui su enemiga, la enemiga que les impedía salir cuando querían, que les hacía comer lo que no les gustaba, que les compraba la ropa que a mi me gustaba pero a ellos no, que los obligaba a ir al colegio y a estudiar.

Nunca nos preguntamos si para nuestros hijos somos la madre que ellos hubieran deseado. Tal vez más moderna o tal vez más antigua. Tal vez más cariñosa o tal vez más fría. Quizás los hijos abandonan a los padres porque no les gustan. A ningún padre se le ha ocurrido preguntar a sus hijos si le gusta o no le gusta el padre o la madre que le ha tocado en suerte.

Lo que sí que es triste, es que el maravilloso invento de la familia, tampoco es verdad.

Nos acunan con mentiras y con mentiras nos entierran. ¡Que falsa es la vida de los seres humanos! ¡Que grandes mentiras inventa la sociedad humana!

Cuando Mariana sale del ascensor para ir a su habitación, encuentra en la puerta de Inés un revuelo de enfermeros y empleados, que salen y entran de ella.

-¿Que pasa Josechu, Inés está bien?

El enfermero la empuja suavemente.

-Anda Mariana, sigue tu camino.

Mariana un poco mosca, continua hasta su habitación.

Inés es vecina de habitación. Vive unas puertas más allá, justo al lado de Agustina (la recomendada). Es una mujer muy callada pero agradable en el trato, saluda a todo el mundo, pero no mantiene una relación intima con nadie. Se sabe que tiene una hija casada que vive en Santander, porque alguien lo comenta cuando ella de vez en cuando va de viaje.

De este último viaje ha venido muy triste y Agustina la oye llorar por las noches, pero no cuenta nada. Es muy celosa de su intimidad y cuando alguien le pregunta por las mañanas si le pasa algo, responde con una sonrisa.

-Nada en absoluto.

Agustina que es tan cotilla como Rosa, para sacarle algo le dice:

-Es que anoche parecía que llorabas.

Y ella responde:

-Tal vez era alguna pesadilla.

Y se marcha sonriente para evitar la conversación.
 
...
 
A Mariana le gusta acercarse al pueblo una vez al mes. A veces con Francisco, otras sola.

Al principio de estar en la residencia, cuando el maldito reuma no le hacía tanto daño, cogía el autobús, pero ya no puede subir a él.

Cuando se acerca al centro, visita a su hija y a sus nietos. Come con ellos y luego se marcha a pasear para recordar viejos tiempos.

La hija y los nietos quieren acompañarla en sus paseos, pero Mariana prefiere hacerlos a solas o con Francisco.

Le gusta mirar escaparates y entrar en alguna que otra tienda a comprar chucherías o algo que se le antoje.

A veces, si su presupuesto se lo permite, se compra un libro. Siguen gustándole tanto, como cuando era joven, pero entonces no se los podía permitir. Hoy afortunadamente sí, aunque sólo de vez en cuando.

Al acabar su paseo vuelve a casa de su hija, merienda con ella y coge un taxi para volver a la residencia.

Mariana tuvo cuatro hijos, pero sólo se lleva medianamente bien con su hija. Es la más pequeña y la que más le quiso siempre. Aunque desde que se casó con ese hombre tan dominante y autoritario su relación ha cambiado mucho. Pero ella no quiere meterse en ese matrimonio, bastante ha tenido con el de Mario. Cree que su hija está bien y eso le basta.

Los hijos y las nueras… También a ellos los visita de vez en cuando, pero cada vez más de tarde en tarde. Ellos se encelan con María, pero la verdad es que ninguno de los dos ha ido a verle a la residencia desde que entró en ella. Su hija al menos en navidad y reyes le llevaba regalos y también la visitaba algún que otro día. …Esas nueras… siempre dándome falsos consejos, siempre regañándome como si yo fuera una niña. Mariana no fumes. Mariana tienes que dormir más. Mariana el café contrólate. Mariana, Mariana, uff, me ponen frenética.

No son malas. Estas no son como Nora, pero me cansa su falso afecto. No me quieren, se limitan a hacer su papel de nueras cariñosas. Yo se que soy una persona antipática y seca, pero tampoco tienen por que hacerme la pelota. Conque se limitaran a una cortesía educada, era suficiente. La que más me saca de quicio es la de mi Rafael. Es muy pegajosa, me abraza, me achucha, me besuquea y me cansa, si me cansa, por eso voy poco a verlos. Mis nietos son unos falsetes también, mucho abuelita por aquí, abuelita por allá, pero tampoco van a verme y eso que ya tienen edad de hacerlo solitos, que el pequeño tiene diecisiete años y los mellizos veinte. Pero a esos me los quito de encima con unos billetes y unos besos.

Es cierto, merezco que no me quieran, pero me gustaría que me quisieran de verdad, y no haciendo el papel.

Bueno, hoy estoy gruñona y voy a despotricar también con los enfermeros y la gente vulgar.

No se por que en el momento de que la gente te ve el pelo blanco, ya te tratan como al niño pequeño. “Hala tesoro, ¿qué te duele hoy cariño? ¿Has hecho caquita? ¿Te has tomado las pastillitas? ¡Hala cielo hasta luego!

Los enfermeros y empleados de la residencia, a mi, en articular me tratan con respeto, pero yo me enfado mucho cuando coincido en la habitación de Carmen con ellos. Me pone enferma como la tratan. Carmen tan dulce, tan callada, que sólo por la edad que tiene tenían que tratarla con respeto y educación y la tratan como a… Me voy a callar. Cuando les digo decir:

-¡Venga cariño, a ver si te has meado! o ¡Venga guapa al baño que hueles a cochino!

A mi me dan ganas de abofetearlos, pero ya no tengo fuerza para hacerlo y me trago la rabia.

Aunque menos mal que existen las residencias, porque si no fuera así, muchos ancianos, que como Carmen necesitan mucha ayuda, estarían abandonados en gasolineras, o Dios sabe donde.

Menos mal que a mis nueras las veo de higos a brevas y si no las veo mejor, y que la gente de la residencia me respetan más o menos, sino se que me moriría de pena y de humillación. ¡Con lo orgullosa que yo soy!
 
 
Mariana vuelve de su paseo por el pueblo. Se acerca al comedor es la hora de la cena.

Hay corrillos en las mesas y Rosa va de uno a otro, haciendo ademanes y abriendo mucho sus diminutos ojos.

Mariana se sienta sola en una mesa, no tiene ganas de hablar, pero Rosa la divisa enseguida y se le acerca.

-Puff, ya viene María la cotilla, ¿qué noticias me traerá hoy?

-¡Mariana, Mariana! ¿No te has enterado de lo que ha pasado hoy?

-Pues no Rosa, no me he enterado, por la sencilla razón de que acabo de bajarme de un taxi hace diez minutos y porque he pasado el día en el pueblo. Dímelo tú. Te sale la noticia por todos los orificios de tu cuerpo juncal.

-No te burles Mariana. A Inés se la han tenido que llevar al hospital.

-¿Cómo? ¿Que le ha pasado?

-¿No te dije que había venido mu triste? ¿No te dije que algo le había pasao en Santander?

-Rosa al grano, cuéntame lo que le ha pasado.

-Yo exactamente no lo se. Se la han llevao en la ambulancia al hospital. Unos dicen que envenená, otros que se ha cortao las venas, otros que… Los enfermeros no han querío decir na, la llevaban cubierta con una manta. No se sabe si viva o muerta. Ha venío la policía, nos han hecho preguntas a tos, pero nadie sabe na de na, la muchacha que se la encontró se la ha llevao la policía, y aún no ha vuelto. Algo mu gordo tiene que haber hecho esa mujer. Yo tengo el corazón encogío.

-Venga Rosa, si el otro día la estabas despellejando con la Agustina.

-¡Ay Mariana, una cosa es hablar mal de una persona y otra desear que le pase na malo! ¡Ay seguro que está muerta!

-¿Pero tú te has enterado de que se haya muerto?

-No, pero me lo supongo, sino ¿que hace la policía aquí?, ¿eh listilla? ¿Por qué ha venío la pasma?

-Y yo que se, ¡pero no mates a la gente antes de tiempo!

-Hija, contigo no se puede, ¡que saboría eres!

-Que le vamos a hacer, si es de nacimiento y eso no tiene cura.

Mariana se marcha a su habitación. Ha cambiado el viento, la brisa demasiado fresca, hace que se estremezca y se retire del balcón. Cierra la puerta y se acerca a la mesilla de noche. Coge sus gafas y se pone a leer el libo que ha comprado.

Los ojos se le cansan pronto y la envuelve la somnolencia. Se desviste y se va a la cama. Mientras espera que el sueño la rinda piensa en Inés.

…¿Que le habrá pasado a la pobre mujer?, parecía feliz cuando se fue de viaje y sin embargo ha vuelto callada y triste. Lo de callada no es de extrañar. Inés no es una mujer sociable, pero tampoco se le veía triste.

Inés es una de esas personas a la que nadie es capaz de adivinar sus pensamientos ni sus problemas. Desde que ella la conoce siempre la ha visto fría y distante, pero desde luego amable y bien educada.

Saluda a todo el mundo, pero con todos guarda las distancias. Ella es otra de las residentes respetadas. Sin dárselas de señora, todos la consideran como tal. A todo el mundo se dirige con educación y dulzura, pero sin intimar con nadie. Nadie sabe nada de ella, ni ella se acerca a los corrillos para oír chismes. ¿Qué historia guardará esa mujer tan extraña?

El sueño la vence.
 

 

(Novela de Concha Quintero, Derechos Reservados)