domingo, 10 de julio de 2016

Mariana (Historias de una residencia de ancianos). Capítulo Primero


Mariana

(Historias de una residencia de ancianos)


Capítulo Primero

 

    Con la mirada perdida en el infinito y sumida en sus pensamientos, Mariana, espera que el reloj dé las dos para bajar al comedor.

     - Quizás no sea primavera, pero para mí lo es. Últimamente el color del día, me traslada de una estación a otra, sin esperar a que el tiempo pase. Dicen que es mi demencia senil y puede que lleven razón, porque el almanaque ha desaparecido de mi vida. Hubo un tiempo en que este me marcaba con tal agonía, que vivía pendiente de él.

     Ahora, desde no sé cuando, pues para mí ya no tiene importancia, veo las horas, los días, las estaciones, con los ojos del alma. Si el cielo está azul, es primavera y si luce gris, es invierno. Las otras estaciones se han borrado de mi pensamiento. Sólo sé que es de día, porque sale el sol y de noche, porque se oculta. Mi cuerpo no siente ya el calor, por eso el verano no existe en mi mente; pero si el día está claro y el cielo azul, es primavera para mi, aunque los demás digan que estamos en el mes de enero. Cuando el día está gris y mis pensamientos se ennegrecen, me da igual que estemos en junio, porque yo me hundo en un frío diciembre. Ese helado y triste diciembre en el que no puse el árbol de Navidad, porque no tenía regalos a quien entregar.

     Mi estado mental al que llaman “demencia senil”, me devuelve pocos recuerdos y me borra la realidad que no quiero ver.

     A veces me pregunto qué hago aquí, rodeada de viejos decrépitos, babeantes y escandalosos. A veces me olvido que yo soy una de ellos, una pobre vieja que espera la liberación de la muerte, entre los viejos compañeros de camino, los insensibles enfermeros que te pierden el respeto y te tratan como si fueras un niño pequeño y la tristeza del olvido.

 

     El reloj interrumpe los pensamientos de Mariana, son las dos de la tarde, ha de bajar al comedor. Aunque a ella le respetan el sitio, le gusta ser puntual.

     Con paso lento, tranquilo, apoyada en su bastón, se encamina hacia el ascensor. El reuma y la huella del tiempo han hecho mella en su esqueleto, le cuesta caminar y siente como los dolores le roen los huesos. ¡Que lejos quedó la frescura de la juventud!

     - ¡Buenas tardes Mariana!

Una joven, alegre y bonita, la saluda sonriente

     - Buenas tardes niña.

     La joven se aleja con paso ligero hacia el fondo del corredor. Mariana la sigue con la mirada y suspira…

     - ¡Ay, juventud, divino tesoro!

Mientras, espera pacientemente el ascensor, colapsado a aquella hora.

 

     Mariana  contempla el plato intacto sobre la mesa, no tiene hambre, se pone a hablar con él en voz baja, nadie la mira, muchos otros lo hacen a voz en grito.

     - Te preguntas que me pasa, yo te lo voy a explicar querido plato. Hoy siento que no tengo edad, que esa vulgaridad irrespetuosa, llamada vejez, no existe, tengo mi mente fresca y siento correr la sangre por mis venas. El día está azul y los pajarillos cantan y vuelan alegres de un árbol a otro en el jardín.

     Hoy me sé distinta de esos viejos que me rodean. Ellos son esas “buenas gentes” de la que habla Machado, de los que no hacen preguntas y donde hay vino, beben vino, y donde no hay vino, beben agua fresca. Yo nunca fui de esa buena gente, siempre anduve haciendo preguntas y nunca me conformé con beber agua allí donde no había vino y hoy no me conformo con ver mi cuerpo pudrirse entre estas paredes. Contemplarme vieja entre viejos, una vieja más que camina con pasos acelerados hacia la muerte.

     Mis compañeros, mis viejos compañeros, comen, beben, duermen o se despiertan, lloran o ríen; pero no tienen un cielo azul, ni un cóndor negro que pega aletazos en las largas noches del pensamiento, ni grilletes en el corazón refrenando pasiones.

     Yo nunca fui niña, porque viví en la vejez de algún espíritu que me poseía. Nunca fui joven, porque la razón me guiaba y ahora no soy vieja porque una sinrazón estúpida e inútil me rebela contra lo lógico.

     Siento espinas atravesando mi pecho y cristales que me lo rompen. Siento los amaneceres rojos, cuando mi cuerpo viejo, es asaltado por deseos de juventud y me invento una muerte gloriosa para creer que voy a ser un recuerdo y negar la evidencia de ser sólo el olvido.

     Sí, querido plato, a ti te puedo contar estas cosas, porque tú no hablas, no abres unos ojos espantados, ni piensas que estoy loca, que se me ha ido la tapadera de los sesos.

     Hace mucho tiempo, escribí poemas, cuando mi mente podía hilvanar estos pensamientos a diario, no como ahora, que dentro de un rato se me van, y aunque los oiga revolotear como palomas, el palomo ladrón del tiempo me los roba.

     Eso es lo que me pasa, querido plato.-

 

     Mariana ha terminado de comer, coge su bastón y se dirige hacia el bar del hogar. Quiere tomar un café para despejarse, pues lo poco que ha comido le ha producido somnolencia y no quiere irse a dormir. Allí se encuentra cada día con Francisco, un residente algo más joven que ella. Los dos se han hecho muy buenos amigos. Charlan y se distraen mutuamente.

 

     Busca con la mirada la mesa donde se sienta con Francisco, para tomar café y darse compañía. Él está allí, fiel como un perro. Cuando termina de comer antes que ella, es más rápido, sale corriendo (es un decir) para ocupar la mesa junto a la ventana. “Su mesa”, dicen ellos.

     - ¿Qué vas a tomar Mariana?

     La respuesta es obvia para él, pero repite la pregunta cada tarde y cada tarde ella repite la respuesta.

     - Café con más leche.

     Mariana habla con Francisco como cada tarde, cuando su mente está clara.

     - Dicen que los viejos no debemos tomar café, no debemos fumar, no debemos tomar grasas (que siempre están contenidas en las comidas más deliciosas). Yo creo que es una conspiración contra la vejez. Simple mala idea con los condenados a muerte. ¿Por qué no nos dejan morir en paz, sin torturarnos con tantas prohibiciones? Yo tomo café, fumo y de vez en cuando, cuando me apetece, me tomo un bocadillo bien relleno de colesterol y otros deliciosos venenos.

     - Tú, Mariana, siempre en contra de lo establecido.

     Sí, Francisco, y tú con el eterno “sí buana” escrito en tu frente. ¿Qué te pasa hoy, te veo triste?

     - Nada, Mariana, los achaques de siempre.

     Mariana sonríe para si, Francisco es un quejica, pero le agrada su compañía. Lo observa fijamente, le gustaría adivinar la edad que tiene. Sabe que es más joven que ella, pero ese pudor infantil y absurdo, que obliga a ciertas personas a mentir sobre su edad o simplemente a ocultarla, es el que posee Francisco, haciéndole un poco ridículo en su mutismo cuando se le pregunta los años que tiene. No es demasiado viejo, no hace tanto que se ha jubilado, de todas formas es una de esas personas que no tienen edad. Cuando son jóvenes parecen mayores y cuando son viejos no lo parecen.

 

     Después de comer,  la mayoría de los residentes se marchan a sus habitaciones a dormir la siesta, pero Francisco y Mariana no tienen ganas de retirarse a dormir.

     - ¿Damos un paseo por el jardín, Francisco?

     - Como tú quieras, Mariana.

     Los dos pasean del brazo por el jardín, contemplando la fresca y mortecina tarde de otoño que les hace presagiar el fin de sus días, haciendo que sus cuerpos se estremezcan al mismo ritmo.

     No están enamorados, ellos lo saben, pero se necesitan y se buscan. A veces sólo para leer juntos en silencio. Otras para contemplar la naturaleza que nace o muere en el jardín y otras, simplemente para saborear ese café después de comer, que une sus almas, tan lejanas y tan cercanas a la vez.

     Los otros residentes cotillean su historia, algunos hasta pedían boda. Ellos no comprenden que hay almas exquisitas, que se unen en el silencio de la soledad sin que ningún sentimiento carnal o sensual, altere la belleza de esos momentos.

     Mariana sonríe dulcemente a Francisco y apoya su mano sobre la de este. Él le devuelve la sonrisa.

     - Vamos a acercarnos a aquel árbol y nos sentamos en el banco que hay junto a él, ese árbol me recuerda uno que había en casa de mis padres.

     - Vamos.

     Se sientan ambos en el banco y Mariana contempla el árbol centenario que le recuerda a aquel otro de su infancia.

     - ¿Sabes Francisco?, yo vivía en una casa enorme y vieja, muy antigua, de mucho antes de la guerra. En esa casa había dos patios, uno estaba a nivel de la casa y el otro teníamos que bajar unos escalones. En el patio de arriba, que así le llamábamos, mi madre tenía sembrada flores y árboles. Había dos melocotoneros y una parra que terminaban su enramado en la azotea. En el patio de abajo, mi madre criaba gallinas y tenía una tomatera, pimenteros y otras verduras... En el patio de arriba también estaba sembrado un árbol parecido a este, o tal vez lo único que tenía de común, eran sus raíces. ¿Ves estas raíces tan enormes y desagradables?, pues aquellas eran iguales. Aquellas raíces me fascinaban, podía pasarme horas contemplándolas. Me producían extraños estremecimientos de placer y asco, algo morboso que aún hoy al recordarlas me hacen sentir el frío recorriendo mi espina dorsal.

     Aquellas raíces eran cuarteadas (aún mas que estas) como la piel de un lagarto y cubiertas por algo parecido a las escamas de un pez, o a espuma petrificada. Era algo que me repugnaba y al mismo tiempo me producía un gran placer en el cuerpo, algo así como cuando “hacía algo prohibido”. Sentía una gran necesidad de tocarlas y una vez hecho retiraba mi mano con gran repugnancia, con ganas de vomitar.

     - Tú es que has sido alguien muy especial.

     - Yo no me veo así.

     - Tú no, pero escucha a la gente.

     - ¡Sí!, ¿Qué dicen de mí?

     - Mejor me callo.

     - Sí, hijo, tú siempre callado. ¿Nos vamos?

     - Sí, empiezo a tener frío.

     Los dos, cogidos del brazo y apoyado en sus bastones vuelven hacia la residencia, donde empiezan a encender las luces. La tarde se oscurece y Mariana y Francisco caminan en silencio.

 

     Mariana se retira a su habitación después de cenar, los recuerdos la envuelven, sigue recordando el patio de la casa de sus padres, aquel patio que guardaba toda su historia infantil.

     En el pequeño, sombrío y húmedo patio, había también dos melocotoneros, uno tenía la edad de uno de sus hermanos, el otro era más joven. Estos árboles estaban sembrados en un arriate, junto a la ventana del dormitorio de sus padres, por donde ella saltaba al patio ensangrentándose las rodillas, al chocar con las aristas de la ventana. Crecían hasta descansar en la azotea y algunas ramas caían al tejado que cubría la parte del comedor (donde ella se escondía, cuando no deseaba ser encontrada). Había soñado muchas noches que aquellos árboles extendían sus ramas hasta tocar el cielo y que al igual que en su cuento de “las habichuelas mágicas”, subía y subía, hasta llegar allí; pero en su sueño, no estaba el gigante, ni la gallina de los huevos del oro. En su sueño veía a Dios, y a los santos y a los mártires que le enseñaba su libro de religión, la única lectura permitida junto a los cuentos.

     Soñaba que Dios era un ser hermoso y paternal que nada tenía que ver con aquel Dios castigador, que los domingos le dibujaba D. Manuel, subido a aquel púlpito con su voz atronadora que le encogía el ombligo y le hacía sentir tan mal. Aquel Dios de sueños le perdonaba sus pecados infantiles y le acogía cariñosamente en sus brazos.

 

     El ruido de voces y carreras por los pasillos la despierta sobresaltada. Se había quedado dormida en la hamaca.

     Se pone un a bata sobre el camisón y se alisa un poco el pelo. Al asomarse a la puerta de su habitación ve como la gente se precipita hacia el ascensor y las escaleras. Un rumor sordo hace presentir a Mariana que algo grave sucede.

     -¿Qué ocurre? –Pregunta a un anciano que pasa por la puerta de su habitación.

     -¡Andrés se ha matado!

     -¡Dios mío!

Un escalofrío le recorre la espina dorsal. “¡Andrés!, ¿cómo ha podido hacer tal cosa!”

     Mariana se viste y sale al comedor ya vacío. Cuando llega abajo, la gente se agolpa en el jardín. Se dirige hacia el grupo e intenta abrirse paso entre la multitud de ancianos, empleados y policías.

     A fuerza de empujar logra llegar hasta donde el cuerpo de Andrés yace sin vida cubierto por una manta. Un policía le impide acercarse más, sólo ve la silueta del cuerpo bajo la manta, manchada de sangre, que lo cubre.

     - ¿Como ha sido? –Pregunta al policía que le ha cortado el paso.

     - Por lo visto se tiró anoche desde la terraza del noveno piso. Nadie le oyó caer.

     Mariana recuerda que el ruido de un fuerte golpe le había despertado, pero creyó que era producto de su imaginación o tal vez, como la mayoría de los que lo oyeron, “que había sido un objeto pesado arrastrado por el fuerte viento de levante que soplaba la noche anterior”.

     Una ambulancia se lleva el cuerpo sin vida de Andrés, Mariana, sentada en un banco le ve partir para siempre. Andrés no era un buen amigo suyo, pero su mujer sí. Esta había muerto pocos meses antes, dejando solo a Andrés, que no había podido resistir la soledad. Este hombre no tenía amigos, era un hombre hosco y solitario que distraía su tiempo jugando a las máquinas del bar. Al principio, cuando su mujer vivía sólo jugaba de vez en cuando, pero al morir Micaela, el juego fue absorbiéndolo de tal forma, que se gastaba todo el dinero de la pensión en él, hasta llegar al extremo de entramparse con todo el mundo.

     Mariana creía que este era el motivo de su muerte. Se había convertido en un hombre lleno de deudas y había caído en la desesperación.

     - ¿Te has enterado de lo de Andrés? –Francisco interrumpe sus pensamientos.

     - Sí, ya lo he oído

     - ¡Pobre Andrés!

     - Sí, pobre Andrés y pobre de todos nosotros. La soledad nos va carcomiendo el alma y el seso.

 

     Es el cumpleaños de Rosa. Ha cumplido setenta y cinco años y sus compañeros quieren celebrarlo.

     Rosa es la mujer más alegre de la Residencia. Es muy pequeña y delgada, y terriblemente ágil. Baila muy bien las verdiales y las sevillanas. Tiene el pelo largo y sedoso, completamente blanco, lo lleva recogido en un moño. Las arrugas de su cara es lo único que denota su edad, pues se crió en el campo y el sol le seco y cuarteó el cutis.

     Al contrario que otros ancianos es una mujer muy preocupada por su higiene y su aspecto, es muy coqueta. Su dinamismo y su carácter alegre, hace olvidar su edad. Es capaz de hacer reír al más apático de los ancianos.

     Mariana y Francisco, sentados en “su mesa” la contemplan bailar y reír ruidosamente.

     - Es un huracán esa mujer, Francisco, yo la llamo así y ella se ríe con el apodo y se lo llama así misma. Por donde pasa va levantando una polvareda de alegría y buen humor.

     - Sí, pero también tiene sus detractores, Mariana, algunos la conocen por “la loca” o “la histérica”.

     - ¡Claro, Francisco!, como cualquier ser humano, pero ella también se ríe de estos apodos. ¿Tú sabes que Rosa ingresó en este centro voluntariamente? No quería ser un estorbo para su hija y sus nietos y tampoco quería saber hasta cuando la hubieran soportado si se hubiera ido a vivir con la hija, como esta quería.

     - Ha hecho muy bien, así no se ha visto forzada a abandonar su casa, como tantos otros.

     - ¿Lo dices por ti, gorrión?

     - No te burles Mariana.

     - No me burlo Francisco, sólo quiero que cures tu herida.

 

     Tras la fiesta de cumpleaños, Mariana se despide de Francisco y se marcha a su habitación, está agotada, Rosa la ha sacado a bailar, la ha hecho reír a carcajadas con sus chistes y sus ocurrencias y se encuentra muy cansada.

     Un ruido en el pasillo la despierta, cuando apenas ha cogido el sueño. Se levanta pesadamente de la hamaca y acerca el oído a la puerta. El ruido viene de la habitación de enfrente, parece que hubiera una batalla campal. El estruendo de cacharros rotos y voces airadas le hace murmurar.

     - ¡Esos dos jamás dejarán de pelear y discutir! No me explico para qué porras se han casado. ¡Con lo bien que estaban cada uno por su lado y yo también estaba muy tranquila, ¡caray!

     Y mira que montaron una gran fanfarria con la boda; y se besaban como tortolitos cuando se cortejaban, pero hija, fue casarse y al día siguiente, ¡zas! Tirarse cacharros y ponerse verde a voz en grito, no entiendo por qué el Sr. Director no los expulsa. ¡Claro como ella es su tía, o tía abuela, o que sé yo, pero es una recomendada.

     Mariana se asoma al pasillo. La puerta de enfrente se abre violentamente, Agustina sale de la habitación llorando.

     - ¡Hala, ya va a chivarse a su sobrino!

     Vuelve la calma y Mariana intenta dormir, pero un tropel de pensamientos la embarga y no consigue más que adormilarse. Un portazo la vuelve a desvelar.

     Mariana, desesperada, saca su álbum de fotos y empieza a pasar hojas. Así suele calmarse cada vez que sus vecinos comienzan la gresca y así suele dormir, aunque sean unas pocas horas.

 

     La limpiadora se sorprende al ver a Mariana en camisón, sentada en la cama, con la mirada perdida en un punto fijo de la habitación.

     La chica es nueva, solo lleva un par de semanas en la Residencia y ningún día se la ha encontrado en este estado, pues Mariana es muy madrugadora y sólo se la ha cruzado en el pasillo o la ha visto pasear por el jardín a horas muy tempranas.

     - ¡Que haces en mi casa!, ¿quién eres tú?- El grito de Mariana la sorprende y la asusta.

     - ¿Qué te pasa Mariana?, soy Pepa y vengo a limpiar.

     - ¿A limpiar mi casa, quién te ha dado permiso para entrar?, ya sé, ha sido mi nuera, ¿verdad? Esa mala bestia te ha mandado a robarme mis joyas, ¿verdad? Esa sinvergüenza no quiere esperar a que me muera.

     La chica, sorprendida, no comprende que le pasa a esa mujer, que otros días parece tan educada y cariñosa.

     Mariana se levanta de la cama con ímpetu y se lanza hacia la chica, la pellizca y la empuja hacia la puerta.

     -¡Vete de aquí mala pécora, y dile a mi nuera que si quiere joyas, que se la compre su amante, no tiene  bastante con haberme puesto los cuernos con mi marido, y haberme quitado a mi hijo.

     La chica asustada se marcha de la habitación casi llorando.

     Mariana, vuelve a sentarse en la cama, se queda quieta, estática y vuelve a buscar un punto en la habitación. Hacia él dirige su mirada. Permanece así, hasta que llega un enfermero, le administra su medicación y la tiende en la cama.

     Mariana ha sentido que una angustia mortal atenazaba su garganta, el mundo se borraba de sus ojos y se alejaba de sus oídos, con un estrépito de trompetas finales.

     La camilla corría a una velocidad meteórica… Las voces angustiadas comentaban…, las miradas expresaban un terror angustioso.

     Un gotero enorme, con miles de brazos gigantescos, intentaban atraparla…

     De pronto, un golpe seco, lo borró todo a su vista.

 

     Un médico blanco, se alzaba frente a ella. La miraba fijamente con una expresión de inmensa crueldad. Tenía los ojos de nazi de película. Mordía lentamente su barba blanca. Se alargaba y se encogía como las figuras que dibujan en la pared la llama de las velas. Su cuerpo, se estremecía de miedo.

     La sala donde estaban parecía un inmenso almacén de harina. La gente que allí estaba, tenían una mirada de terror y culpabilidad.

     Aquel gotero enorme y gigantesca culebra de mil brazos, la había atrapado y sus tentáculos se le clavaban por todo el cuerpo.

     Ese característico olor a hospital, se apretaba contra su nariz, impidiendo que el aire penetrara por ella.

     En el aire flotaban los círculos fosforescentes del quirófano. Los párpados inmóviles, se negaban a cerrarse. El médico de la barba blanca la contemplaba impasible. El médico levantó su mano armada de un cuchillo. Mariana lo veía acercarse hacia su pecho. Un grito angustioso se escapó de su garganta…

 

     El blanco fantasma se quitó un guante transparente, que empezó a gotear sangre, sangre que vertía en un principio lentamente y más tarde como un pequeño manantial.

     El médico estaba tan quieto que Mariana llegó a creer que era una estatua de mármol.

     De pronto sonó su voz, era como un trueno. Su eco empezó a extenderse por la habitación, por los pasillos, hasta llenar todo el hospital, sobrecogiendo a la multitud que pululaba por él.

     - ¡Ha sido una equivocación…, ha sido una equivocación…, ha sido una…

     La gente empezó a correr despavorida, perseguida por la voz, la camilla (que se puso en marcha ella sola) y un horripilante cortejo de batas blancas sin cuerpo, sólo se veían sus ojos, ojos horrorizados de espanto. Detrás del alucinante cortejo, el médico, con la lentitud de un espectro, masticando su barba y esgrimiendo el guante, que cada vez sangraba más. Su voz atronaba dejando sordos a los que le veían

     - ¡Ha sido un error, ha sido… ¡

     De pronto, sus ojos se iluminaron como dos faros rojos y fluorescentes. Su boca se abrió en una estentórea carcajada. Todo el cortejo se paró en seco, ante aquella espantosa visión.

     Un estrepitoso trueno, hizo temblar el hospital. El médico saltó en pedazos por los aires. Empezó a manar sangre del techo. La gente echó a correr hacia las puertas gritando, pero estas estaban cerradas y todos se aplastaban contra ellas.

     La sangre cubrió por completo el hospital, y se transformó en una inmensa llama de fuego, en el centro de ella apareció el médico, más blanco y enorme que antes. Su voz cavernosa repetía,

     - ¡Ha sido una equivocación, ha sido una…

     - ¡Mariana, despierta por favor, despierta de una vez…

 

     - ¡Mariana despierta, por favor Mariana, despierta!

     - Un frío de muerte lo cubrió todo, de pronto empezó a nevar. Un manto blanco borró las huellas del error… La nieve se fue derritiendo y se volvió en sucio río, donde el médico intentaba lavar…

     - ¿Qué dices Mariana, que estás musitando?

     - la sangre sin conseguirlo. Sus manos…

     - ¡Mariana despierta de una puñetera vez! ¿Qué te pasa?, despierta.

     Mariana mira a Francisco sorprendida.

     - ¿Dónde estoy?

     - ¿Como que donde estás? ¡En la Residencia!

     - ¿Qué Residencia, quien eres tú?

     - ¡Mariana, por Dios!, ¿que te pasa?

     Mariana hunde la cabeza entre sus manos. Un ruido como el zumbido de un avión se apodera de su cerebro. Las imágenes empiezan a volver a su mente. Es Francisco el que tiene frente a ella. Su cerebro empieza a poblarse de recuerdos. Francisco, el café, Rosa bailando con ella, Andrés bajo la manta, los del 113 peleando…

     Mariana sonríe a Francisco, este respira con satisfacción. Lleva mucho tiempo junto a ella, nunca la había visto en este estado, es cierto que él sabe muy bien lo que es, pero no lo esperaba de Mariana. Es verdad que de vez en cuando la ha pillado en ciertos despistes, pero él lo justificaba como cosas de la edad. Mariana, su Mariana, su amiga del alma, empieza a sentir el cruel peso del tiempo. Francisco quiere a Mariana como nunca ha querido a nadie, no está enamorado de ella, pero la adora, ella le comprende, le hace reír, le acompaña en sus silencios y con sus ironías se burla de sus heridas, pero él sabe que lo hace para que deje de mortificarse. Es una buena compañera del alma.

 
 

(Novela de Concha Quintero, Derechos Reservados)


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