Mariana
(Historias de una residencia de ancianos)
Mariana se dirige a
la habitación de Francisco.
-Triste tiene que estar
el gorrión, para no bajar a tomar café. La comida le da igual. No siempre baja
a comer, pero el café no lo perdona.
-¿Se puede Francisco?
-Pasa, Mariana.
Francisco tiene
puesto un pijama de rayas. Le sobra tela por todas partes.
Es un hombre muy
delgado. Sólo tiene huesos. En otra época tal vez estuviese más grueso y por
eso tiene el pellejo tan arrugado. La cabeza conserva aún algunos cabellos
grises, casi blancos, que él (coquetón) cruza de un lugar a otro de su cráneo
para disimular la calva, pero ahora caen lacios casi hasta los hombros. Los
ojillos de ratón, casi cerrados por sus parpados caídos, se esconden tras unos
gruesos cristales de los vulgarmente llamado “culo de vaso”.
Al entrar Mariana,
levanta la vista del libro que está leyendo y le sonríe. Se ha quitado la
dentadura, que se encuentra sumergida en un líquido blanco, dentro del vaso que
hay sobre la mesilla de noche y su boca desdentada y arrugada, bajo su bigote
hitleriano, parece una pequeña cueva.
Mariana nunca le
había visitado en su habitación y le sorprende el aspecto tan diferente a
cuando lo ve arreglado, no parece el mismo. Piensa…
…”Sería Francisco
alguna vez un hombre atractivo. Vestido parece otra cosa, pero así… ¡Madre mía,
que feo es el pobre!
Ella sabe que los
viejos no tienen nada que ver con lo que fueron en su juventud, ella lo sabe
por si misma. Pero es que a Francisco es casi imposible imaginárselo como un
joven apuesto y atractivo.
-¿Por qué no has
bajado a tomar café hombre? Me has dejado solita.
-Dudo mucho que tú te
quedes solita. Siempre hay alguien contigo.
-Pero yo te hecho de
menos a ti…
-¡Eso no te lo crees
ni tú!
-Vaya, hoy está el
gorrión pión. ¿Que pasa por esa cabecita de viejo chocho?
-¡Nada, no me pasa
nada! ¿No puedo estar a solas?
-Vale, vale, no te
enfades, ya me voy y te dejo. No hace falta que te enfades.
Se marcha a su
habitación un poco mosca con Francisco, no entiende lo que le pasa, nunca le ha
contestado así. Está preocupada por su amigo.
Francisco le contó
una vez su vida y ella lo va recordando, mientras espera el ascensor para
subir.
…Él trabajaba en una
oficina cuando se jubiló, pero de niño empezó en una tienda de tejidos. Sus
padres murieron cuando él apenas tenía doce años. Su abuela se quedó con él,
pero ella no tenía dinero para mantenerlo y lo colocó de dependiente en la
tienda. El dueño le tomó mucho cariño y le pagó los estudios de contabilidad y
lo colocó llevando esta en cuanto terminó sus estudios. Se casó con la hija del
dueño al morir este, pero no quiso llevar el negocio y se colocó en una oficina
y allí estuvo toda su vida hasta que se jubiló.
Francisco es una de
esas personas de ideas fijas e inmutables. Cumplidor en su trabajo hasta el
final. Fiel en su matrimonio hasta la muerte de su esposa. Católico, apostólico
y romano, sin cuestionarse ninguna duda de fe. Jamás habla del dictador, porque
el vivía bien y nunca preguntó por qué otros vivían mal. Todos los domingos acude
a misa sin faltar ni uno aunque esté enfermo, porque así se lo manda la Santa Madre Iglesia. Comulga y
reza como le enseñaron de niño, aunque Mariana a veces piensa si no será como
el loro “Que dice lo que sabe, pero no sabe lo que dice”. Ella a veces quiere
saber si sabe lo que significa o lo que dice el Padre Nuestro, pero él cambia
de conversación y se enfada, porque el Padre Nuestro es como es y no hay por
que cuestionarlo.
La jubilación fue un
duro golpe para él. Un hombre entregado toda su vida, en cuerpo y alma a su
trabajo, no pudo resistir ese momento en el que con un finiquito y unos cuantos
billetes, te dicen que ya no sirves para nada. Así se lo tomó él. Otros piensan
que es el momento de hacer lo que no pudieron hacer antes, pero Francisco no,
él se consideró rechazado después de tantos años trabajando sin descanso.
A los dos años de su
jubilación, recibió el golpe de gracia con la muerte de su mujer y por si era
poco, el engaño y abandono de sus hijos, los cuales le habían instado a vender
la casa para que se fuera a vivir con ellos, cosa que no ocurrió. En cuanto
vendió la vivienda, consiguieron inhabilitarlo a causa de la gran depresión que
sufría, se quedaron con el dinero y lo metieron en la residencia.
…
Francisco es una de
esas personas que nunca han conocido otro placer que el del deber cumplido.
Jamás fue de viaje, nunca se permitió unas vacaciones.
Su trabajo era la
oficina y nunca deseó otra cosa. Su mujer fue su primera novia y nunca tuvo
amantes, y sus hijos fueron hijos del sagrado vínculo del matrimonio y nunca
del placer. Los tuvo porque Dios se los dio, no porque él los deseó.
Es un hombre
sencillo, correcto y educado a la antigua usanza. Perteneció a aquella sufrida
clase media “del quiero y no puedo”, donde todo era pecado, todo secreto, todo
prohibiciones y que él aceptaba sin rebelarse.
Su familia era de
derechas, no porque sus pensamientos comulgaran con esas ideas, sino porque la
guerra los cogió en la parte nacional y ellos no se cuestionaron nunca, si
podía ser otra cosa. Su tradición religiosa, su obediencia borreguil, su ser
siempre la misma cosa, no les dejó pensar nunca.
Él perteneció a la O.J .E., a la adoración
nocturna, a los camisas azules, como si hubiera pertenecido a un clubs de
cualquier cosa por herencia de padres y abuelos.
Mariana para sacarlo
a veces de quicio, se mete con él, preguntándole como hacía el amor con su
mujer. Él enrojece de vergüenza y dice que no son cosas para hablar con
mujeres. Como es lógico, es machista también por herencia y tradición.
Nunca sintió la
ternura de tener a sus hijos en sus brazos y estos crecieron como unos
perfectos desconocidos. Unos desconocidos que se fueron yendo de casa, dejándolo
solo y olvidado, sin haberle amado ni odiado.
Jamás disfrutó de una
noche bajo las estrellas junto a su mujer, y el amor se le fue apagando como el
fuego que no se alimenta (si es que hubo fuego alguna vez), convirtiéndose en
una rutinaria costumbre.
Cuando vino a darse
cuenta del mundo que le rodeaba, el mundo se había olvidado de él y sólo y
olvidado se refugió en la amistad de Mariana tratando de llenar el hueco del
desamor.
Los dos se acompañan
en sus soledades. Toman café, leen, van de compras al centro. Se consuelan y
acompañan y conversan largamente en las mortecinas tardes de otoño o en las
cálidas tardes del alegre verano.
Los dos han creado un
universo común, donde no habitan más que ellos dos. Por eso Mariana se ha
sorprendido tanto con la actitud que su amigo ha tenido esta tarde. Tal vez no
le ha gustado que le viera en un estado tan penoso, Francisco cuida mucho su
imagen estética, y hoy estaba deplorable.
Mariana se consuela,
pensando que tal vez esa haya sido la causa de su extraña actitud.
...
…Un tenue rayo de sol
penetra en mi habitación, atravesando la cortina que cubre el balcón.
Un reflujo hace
estela de polvo dorado que descansa sobre la cómoda. Sentada en mi mecedora, me
mezo y el chirrido que hace al moverse acuna mis pensamientos.
La suave luz dorada
da un aspecto soñoliento y lejano a la habitación y me trae el recuerdo de
otras habitaciones de mi infancia, donde un anciano o anciana, parientes de mi
madre, esperaban pacientemente la muerte, mecidos como yo por este chirriante
vaivén.
Aquellas escenas
doradas, polvorientas, añejas. Aquel olor a muebles viejos, a cuerpos viejos,
me estremecía. Ni por un instante, cruzó por mi mente infantil, que un día yo
sería protagonista de un cuadro semejante.
Cuando somos niños,
los ancianos, envueltos en esta aureola mortecina, que los ilumina a través de
una ventana, nos parecen fantasmas.
Sus cabellos blancos,
sus ojos cansados y perdidos en el ayer. Sus manos nudosas, de venas azules y
abultadas, llenan nuestros sueños de espanto.
¡Cuantas noches
después de aquellas visitas, me quedaba sin dormir!
Aquellos blancos
ancianos, aquellos transparentes fantasmas, me llenaron de temor mi infancia.
Si un niño entrase
hoy en mi habitación, sentiría el mismo miedo hacia mí…
…Pasamos por la vida
sin darnos cuenta y cuando venimos a hacerlo, no podemos coordinar nuestros
movimientos, nos falta la vista y nuestros esfínteres, no nos responden, y
perdemos lo más importante, la memoria.
Nos encontramos
indefensos en manos de otros, que pueden hacer con nosotros lo que les apetece.
No te dejan elegir lo que comes, ni donde quieres ir, ni si te quieres acostar
o levantar cuando lo deseas, y no bajo los horarios que ellos te imponen.
Los recuerdos de la
infancia se agolpan en tu mente y los puedes contar con claridad, pero llamas
de usted, al hijo que pariste porque no le reconoces. Olvidas donde pusiste la
aguja que momentos antes tenias en la mano, bajar a comer o quitarte la ropa
para dormir.
Los jóvenes dicen que
repites las cosas mil veces, pero tu crees que las dices por primera vez.
Si supiéramos con que
velocidad pasa el tiempo. No tiraríamos la mitad de la vida corriendo detrás de sueños inalcanzables o
persiguiendo quimeras que nunca vamos a conseguir.
Lucharíamos bastante
menos por el porvenir incierto y gozaríamos de ese presente al que
despreciamos. Lucharíamos por lo bueno que se nos ofrece en el momento en que
vivimos, porque el reloj no da la vuelta atrás, ni el tren de la oportunidad
retrocede en su camino.
Aunque si hiciéramos
todo esto, no seriamos humanos.
…
…Recuerdo aquella
casa enorme, donde mi madre me llevaba con ella, siendo aún muy pequeña. Era
una casa señorial, con muchas ventanas y balcones, adornados con preciosas
cortinas alegres y llenas de flores.
La aldaba, del enorme
portalón, de puertas claveteadas con clavos dorados y salientes, era una mano
de hierro. Un puño cerrado cortado por la muñeca con todos los huesos y venas
dibujados en relieve.
Aquella mano me
fascinaba y cuando mi madre la alzaba para golpear la puerta, yo me estremecía
ante los golpes que atronaban en mis oídos. Cuando la puerta se abría aparecía
una sirvienta que sonreía y me besaba. Se entraba a un patio enorme decorado al
estilo árabe, con mosaicos de colores en las paredes y muchas macetas de
flores. En el centro había una fuente, redondeada por un gran arríate, donde crecía
un enorme laurel, que daba una sombra deliciosa los días calurosos del verano.
En las esquinas había unas estatuas. Una de ella me embobaba, me quedaba
mirando como ese niño de mármol orinaba. En otra esquina había una reproducción
de la Venus de
Milo, con sus brazos rotos y yo todas las tardes le preguntaba a mi madre, que
quien le había roto los brazos, y ella se encogía de hombros como respuesta.
Lo que más me gustaba
del patio era un arco que daba entrada a la casona. A ambos lados del arco
habían sembrado dos parras, una de uvas negras y otra de uvas blancas. Las dos
se entrelazaban alrededor del arco y los racimos de uvas se mezclaban los
colores. Era una maravilla artística.
Mi madre, a través de
un largo corredor, me llevaba a una habitación, con grandes muebles de caoba
que despedían destellos rojizos bajo la luz del atardecer. Allí me recibía
aquel anciano blanco, blanco su pelo, blanca su barba, blanca su piel y blanca
su camisa, de un blanco impecable, planchada y limpia. El anciano estaba sentado
en una hermosa mecedora de un mimbre brillante, con brazales de caoba rojizos,
suaves, a los que yo acariciaba fascinada, hasta que él cogía mi mano y la
acercaba a su pecho, que se agitaba ruidosamente a causa de su bronquitis.
En la habitación había
una enorme estantería llena de libros y él siempre tenía un libro en la mano,
que depositaba en su regazo en cuanto me veía entrar.
Este hombre nunca me
infundió miedo, ¡era tan hermoso!, parecía un personaje bíblico con su larga
barba y esos ojos tan azules y tan dulces que me miraban con tanta ternura. Me
acariciaba el pelo y suspiraba murmurando muy bajito: “Pobre niñita linda”.
Su voz era una
caricia para mis oídos, cuando me leía aquellas maravillosas historias que
sacaba de un hermoso libro con unas
pastas dibujadas en relieve y con muchos dorados. Yo sentía que mi afecto por
él era cada vez más grande. Él era para mí el abuelo que nunca conocí.
Cuando mi madre se
marchaba dentro, yo me sentaba en una pequeña silla de nea, preparada para mí,
junto a una pequeña mesa, donde había chocolatinas, pasteles y toda clase de
chucherías, y él me leía esos cuentos que tanto me gustaban.
Un día mi madre no me
llevó a aquella estancia, me dejó en la cocina con el servicio, que andaba muy
ajetreado, pero yo me escapé en un descuido y entré en ella.
Las cortinas
descorridas, dejaban penetrar la luz, luminosa del verano, a raudales. La
mecedora estaba vacía, sobre ella la manta azul y negra, doblada, y sobre ella
el último libro que me había leído el anciano.
Mis ojos infantiles
no podían aceptar esta escena, comparándola con la que había vivido durante
tanto tiempo. No podía comprender por qué él no estaba allí, sentado en su
hamaca.
Lo busqué por toda la
casa y no lo encontré. Nadie quiso decirme donde estaba.
Tuvieron que pasar
muchos años para que mi madre un día me explicara la verdad de toda aquella
historia, el motivo de las visitas y la ausencia de aquél anciano.
…
…A pesar del tiempo
transcurrido lloré a lágrimas vivas, cuando supe la verdad.
Ese anciano había
sido un gran escritor. Era el padre del cortijero al que servían mis padres y
mi madre iba a limpiar aquella casa. Cuando mi madre me contó la historia yo
insistí en que me explicara por qué me quería tanto y el por qué de aquella
frase que nunca olvidé, “pobre niñita linda” con los ojos tristes y llenos de
lágrimas. También insistí una y otra vez en por qué yo merendaba con aquel
señor, cuando los hijos de los demás sirvientes, lo hacían en la cocina, o en
el patio, donde jugaban y correteaban.
Mi madre al principio
me soltaba muchas excusas, pero cansada de tantas preguntas un día me dijo que
era un secreto que no podía revelarme y que algún día, cuando ella creyera
necesario, ya me lo contaría.
Aquello me intrigó
tanto, que volví a pensar que mis padres me habían recogido y volví a darles la
matraca una y otra vez, hasta que un día, recién cumplido los quince años mi
madre me lo contó a espaldas de mi padre, cuando él estaba con el señorito de
viaje comprando cosas del cortijo.
Mis padres se habían
casado, porque se conocían desde siempre, algo que pasaba con frecuencia en
aquellos tiempos. Sus familiares eran amigos, ellos habían crecido juntos y un
día se concertó la boda y se casaron. Mi madre no se había enamorado nunca,
pero un día estaba cortando el trigo en el cortijo y pasó por allí el señorito
a caballo. Ella me contó que estaba sudando y se había desabrochado el
corselete que llevaba sobre la blusa. El señorito que era un guapo mozo paró el
caballo y se quedó mirándola, ella le devolvió la mirada y así pasó un día tras
otro. Él iba a mirarla y ella se iba enamorando cada día mas. Hasta que un día,
el señorito se la llevó a caballo y pasó lo que tenía que pasar. Mi padre no se
enteró de nada. Tuvieron un romance a ocultadillas de todo el mundo, hasta que
mi madre se quedó embarazada y él huyó. Después él se fue a Londres a estudiar
y ella le mintió a mi padre diciendo que yo era suya.
Mi madre no sabía
como el viejo escritor se había enterado de todo. Una tarde la llamó, le sacó
el secreto y le propuso que fuera a limpiar la casona, con el pretexto de que
me llevara a mí para verme. Cuando me vio por primera vez, yo no lo recuerdo,
tenía solo dos años. A partir de entonces mi madre trabajaba allí todas las
tardes y yo las pasaba con aquel anciano al que consideraba mi abuelo y que en
realidad lo era.
A mi no me benefició
para nada ser la nieta de aquel hombre rico, ni de su hijo, pues en aquella
época cualquier deferencia que hubieran tenido conmigo los hubiera delatado, y
eso sería un gran borrón para aquella familia de buena clase. Pero ahora me
explicaba por que el señorito nos había dado una casa, por que el cura, mandado
por él, me enseñó a leer y escribir, por que todos los cuentos de sus hijos,
aunque algunos rotos, pasaban a mí, y por que de vez en cuando el viejo
escritor me compraba un vestido nuevo y unos zapatos. En aquel momento, a mis
quince años, empecé a entender el “pobre niñita linda”.
Un día me di de
bruces con mi padre “el señorito”. Me cogió la barbilla y se me quedó mirando
un rato largo, luego me soltó y sin decir palabra, se marchó. Yo sentí latir mi
corazón con mucha fuerza, pero tampoco dije nada. Los dos emprendimos el camino
en dirección contraria sin volver la vista atrás. Yo estaba deseando volverme,
pero no lo hice. Cuando llegué a mi casa me encerré en mi habitación y estuve
llorando hasta que me quedé dormida.
...
-¿Damos un paseo,
Francisco?
-Sí, vamos.
Los dos cogidos del
brazo se dirigen lentamente hacia el jardín. Acaban de tomar su café.
Es una tarde de un
suave diciembre. El otoño acaba de morir y baña con una suave luz la tierra.
Los árboles, bañados
por esa luz, que hace guiños entre las hojas destacan sus verdes claro-oscuros,
dándole una belleza mágica.
Las hojas van cayendo
de los árboles al paso de los dos amigos, que gozan como chiquillos, al oírlas
crujir bajo sus pies.
-Pronto esos árboles
de allí estarán pelados y lucirán sus ramas secas.
-Sí, Mariana, pero
esos otros seguirán teniendo sus hojitas verdes que nunca se caen.
-Es verdad. ¿Sabes
Francisco? Mi madre le tenía mucha aprensión a la caída de la pámpana.
Mariana ha expresado
esta frase con un estremecimiento. Al igual que a su madre, la caída de la
hoja, le asustaba.
-Mi madre decía que
la pámpana al caer se llevaba por delante a muchos enfermos. Y muchos de mis
seres queridos se han marchado en esta época.
Vuelve a
estremecerse.
-¿Tienes frío,
Mariana?
-No Francisco, son
los recuerdos.
-¿Quieres hablar de
ellos?
-No gorrión, no
quiero ponerme triste en una tarde tan hermosa. Mira, muevo la cabeza y se van.
¿Ves?
Francisco ríe ante el
movimiento gracioso que hace Mariana con la cabeza, para alejar sus
pensamientos. Ella se contagia y ríen los
dos alegremente olvidando por un momento la tristeza.
Los dos contemplan
como se va ocultando el sol tras las montañas, los reflejos son cegadores y les
obliga a hacer pantalla sobre sus ojos con las manos. Lentamente se va
hundiendo y parece no querer desaparecer disparando sus rayos cegadores. El
cielo azul está cruzado por nubes rosadas que hacen en algunas partes como un
rayado azul y rosa.
-Mira Francisco, la Virgen está planchando.
-¿Que dices Mariana?,
¿cómo va a estar la Virgen
planchando?
Mariana ríe.
-Era lo que decíamos
las niñas cuando veíamos este cielo rosado, que la Virgen estaba planchando y
San José aserrando. Cosas de niños.
-Sí, cosas de niños.
¡Ojala volviéramos a ser niños, aunque a mi de poco me sirvió serlo.
-¡No te entristezcas gorrión!
Mira que hermoso está el cielo, cierra los ojos y retén dentro de ellos estos
colores. En cuanto el sol se oculte del todo, habremos perdido este bellísimo
panorama.
...
Mariana da sus
habituales paseos por el pasillo para calmar los dolores de las piernas. En uno
de ellos, ve venir a Rosa. Alegre y dicharachera como siempre. Se hace la
desentendida paro Rosa la agarra por el brazo.
-¿Te has fijado en lo
triste que ha vuelto Inés de Santander?
-No Rosa, no me he
fijado.
-Pues sí, ha vuelto
de ver a su hija muy triste y llora mucho. A ver si le pasa a esta como a
Lucrecia. ¿Te acuerdas de Lucrecia?
-Sí, pobrecilla, ¿por
qué se mató?
-Lucrecia se había io
a su pueblo a ver a sus hijos, pero antes de lo que se esperaba regresó. Tan
triste y depre como esta. Sin embargo nunca le contó a nadie que le había
pasao. A los pocos días se tiró por el hueco de la escalera desde el noveno, reventándose
y muriendo en el acto.
-Sí, la soledad y el
abandono familiar es algo bastante fuerte para la poca voluntad que a veces
tenemos los seres humanos. Deberíamos estar preparados para afrontar el
abandono que conlleva la vejez, aunque eso es muy difícil de afrontar. Mas
tarde o mas temprano, a todos nos dan la espalda y nos cuesta admitir que es
así.
-Es cierto pero no
todo el mundo tiene esa fuerza de voluntad para resistir tanta pena. Es duro
aceptar la realidad.
-A mi me cuesta mucho
aceptar el abandono, aunque acepto bien la vejez.
-¡Que vejez ni vejez!,
Mariana. Vieja la ropa. ¡Yo no soy vieja! ¿No vez que estoy hecha un pimpollo?
-Mas bien un pollo
secado al sol, con mas arrugas que una persiana.
-¡Mala pécora, te
coman los Mengues!
Rosa se marcha riendo
y Mariana piensa en la pobre Inés. Seguro que la hija le ha hecho alguna faena
y por eso ha vuelto tan triste.
…Deberíamos estar
mentalizados para afrontar el abandono de los hijos. No nos acordamos que una
vez fuimos hijos y abandonamos a nuestros padres. Sin embargo cuando nos toca a
nosotros nos volvemos unos egoístas. Los hijos no son unos muñecos a lo que se
pueden manejar a voluntad. Olvidamos que son personas que pueden ser muy
diferentes a nosotros y que cuando ya no nos necesitan se olvidan de que
existimos.
Tenemos en la cabeza
unos patrones creados por la sociedad donde el vínculo familiar tiene que ser
sagrado y respetado y nos olvidamos que quizás esas conductas que criticamos,
son las conductas lógicas y normales de nuestra condición animal.
La madre que echa a
sus hijos a buscarse la vida. Los hijos que forman una nueva familia y se
desvinculan de la anterior.
Los seres humanos
queremos que se cumplan unas conductas estipuladas ¿por quién? ¿Quién dijo que
los hijos deben cuidar de los padres? ¿Quién dijo que los padres deben cuidar
de los hijos cuando ya se pueden buscar la vida? ¿Quién dijo que el vínculo de
la sangre une a los seres de una familia?
Si miramos a la
naturaleza animal, a la cual pertenecemos, no hay mas vinculo familiar que en
la lactancia los mamíferos y cuando son crías los demás. En cuanto un pajarillo
tiene las alas crecidas, la madre lo echa a volar y si no es espabilado se
estrella contra el suelo. ¿Crueldad? No, condición animal, instinto de supervivencia.
Hay hijos humanos que chupan la sangre de sus
padres toda la vida. ¿Normal? No, antinatural. Lo natural, lo que nos
pide la naturaleza es sobrevivir por uno mismo.
Los elefantes cuando
son viejos se marchan a morir al cementerio, no se hacen una carga para la
familia. ¿Cruel? No, natural. Y podríamos ver miles de ejemplos y en ninguno de
ellos se constituye la familia al estilo humano.
Los humanos nos hemos
inventado la farsa de la familia, que luego por nuestra condición animal
solemos destruir dejando a los miembros destrozados. Si no creyéramos en la
familia, no nos romperíamos el corazón, cuando padres o hijos nos abandonan los
aceptaríamos como lo acepta la fauna animal.
…
Yo traje a mis hijos
porque quise, ellos no me pidieron venir. ¿Y si no les he gustado nunca, porque
ha de venir a verme? Tal vez siempre fui su enemiga, la enemiga que les impedía
salir cuando querían, que les hacía comer lo que no les gustaba, que les
compraba la ropa que a mi me gustaba pero a ellos no, que los obligaba a ir al
colegio y a estudiar.
Nunca nos preguntamos
si para nuestros hijos somos la madre que ellos hubieran deseado. Tal vez más
moderna o tal vez más antigua. Tal vez más cariñosa o tal vez más fría. Quizás
los hijos abandonan a los padres porque no les gustan. A ningún padre se le ha
ocurrido preguntar a sus hijos si le gusta o no le gusta el padre o la madre
que le ha tocado en suerte.
Lo que sí que es
triste, es que el maravilloso invento de la familia, tampoco es verdad.
Nos acunan con
mentiras y con mentiras nos entierran. ¡Que falsa es la vida de los seres
humanos! ¡Que grandes mentiras inventa la sociedad humana!
Cuando Mariana sale
del ascensor para ir a su habitación, encuentra en la puerta de Inés un revuelo
de enfermeros y empleados, que salen y entran de ella.
-¿Que pasa Josechu,
Inés está bien?
El enfermero la
empuja suavemente.
-Anda Mariana, sigue
tu camino.
Mariana un poco
mosca, continua hasta su habitación.
Inés es vecina de
habitación. Vive unas puertas más allá, justo al lado de Agustina (la
recomendada). Es una mujer muy callada pero agradable en el trato, saluda a
todo el mundo, pero no mantiene una relación intima con nadie. Se sabe que
tiene una hija casada que vive en Santander, porque alguien lo comenta cuando
ella de vez en cuando va de viaje.
De este último viaje
ha venido muy triste y Agustina la oye llorar por las noches, pero no cuenta
nada. Es muy celosa de su intimidad y cuando alguien le pregunta por las
mañanas si le pasa algo, responde con una sonrisa.
-Nada en absoluto.
Agustina que es tan
cotilla como Rosa, para sacarle algo le dice:
-Es que anoche
parecía que llorabas.
Y ella responde:
-Tal vez era alguna
pesadilla.
Y se marcha sonriente
para evitar la conversación.
...
A Mariana le gusta
acercarse al pueblo una vez al mes. A veces con Francisco, otras sola.
Al principio de estar
en la residencia, cuando el maldito reuma no le hacía tanto daño, cogía el
autobús, pero ya no puede subir a él.
Cuando se acerca al
centro, visita a su hija y a sus nietos. Come con ellos y luego se marcha a
pasear para recordar viejos tiempos.
La hija y los nietos
quieren acompañarla en sus paseos, pero Mariana prefiere hacerlos a solas o con
Francisco.
Le gusta mirar
escaparates y entrar en alguna que otra tienda a comprar chucherías o algo que
se le antoje.
A veces, si su
presupuesto se lo permite, se compra un libro. Siguen gustándole tanto, como
cuando era joven, pero entonces no se los podía permitir. Hoy afortunadamente
sí, aunque sólo de vez en cuando.
Al acabar su paseo
vuelve a casa de su hija, merienda con ella y coge un taxi para volver a la
residencia.
Mariana tuvo cuatro
hijos, pero sólo se lleva medianamente bien con su hija. Es la más pequeña y la
que más le quiso siempre. Aunque desde que se casó con ese hombre tan dominante
y autoritario su relación ha cambiado mucho. Pero ella no quiere meterse en ese
matrimonio, bastante ha tenido con el de Mario. Cree que su hija está bien y
eso le basta.
Los hijos y las
nueras… También a ellos los visita de vez en cuando, pero cada vez más de tarde
en tarde. Ellos se encelan con María, pero la verdad es que ninguno de los dos
ha ido a verle a la residencia desde que entró en ella. Su hija al menos en
navidad y reyes le llevaba regalos y también la visitaba algún que otro día. …Esas
nueras… siempre dándome falsos consejos, siempre regañándome como si yo fuera
una niña. Mariana no fumes. Mariana tienes que dormir más. Mariana el café
contrólate. Mariana, Mariana, uff, me ponen frenética.
No son malas. Estas
no son como Nora, pero me cansa su falso afecto. No me quieren, se limitan a
hacer su papel de nueras cariñosas. Yo se que soy una persona antipática y
seca, pero tampoco tienen por que hacerme la pelota. Conque se limitaran a una
cortesía educada, era suficiente. La que más me saca de quicio es la de mi
Rafael. Es muy pegajosa, me abraza, me achucha, me besuquea y me cansa, si me
cansa, por eso voy poco a verlos. Mis nietos son unos falsetes también, mucho
abuelita por aquí, abuelita por allá, pero tampoco van a verme y eso que ya
tienen edad de hacerlo solitos, que el pequeño tiene diecisiete años y los
mellizos veinte. Pero a esos me los quito de encima con unos billetes y unos
besos.
Es cierto, merezco
que no me quieran, pero me gustaría que me quisieran de verdad, y no haciendo
el papel.
Bueno, hoy estoy
gruñona y voy a despotricar también con los enfermeros y la gente vulgar.
No se por que en el
momento de que la gente te ve el pelo blanco, ya te tratan como al niño
pequeño. “Hala tesoro, ¿qué te duele hoy cariño? ¿Has hecho caquita? ¿Te has
tomado las pastillitas? ¡Hala cielo hasta luego!
Los enfermeros y
empleados de la residencia, a mi, en articular me tratan con respeto, pero yo
me enfado mucho cuando coincido en la habitación de Carmen con ellos. Me pone
enferma como la tratan. Carmen tan dulce, tan callada, que sólo por la edad que
tiene tenían que tratarla con respeto y educación y la tratan como a… Me voy a
callar. Cuando les digo decir:
-¡Venga cariño, a ver
si te has meado! o ¡Venga guapa al baño que hueles a cochino!
A mi me dan ganas de
abofetearlos, pero ya no tengo fuerza para hacerlo y me trago la rabia.
Aunque menos mal que
existen las residencias, porque si no fuera así, muchos ancianos, que como
Carmen necesitan mucha ayuda, estarían abandonados en gasolineras, o Dios sabe
donde.
Menos mal que a mis
nueras las veo de higos a brevas y si no las veo mejor, y que la gente de la
residencia me respetan más o menos, sino se que me moriría de pena y de
humillación. ¡Con lo orgullosa que yo soy!
…
Mariana vuelve de su
paseo por el pueblo. Se acerca al comedor es la hora de la cena.
Hay corrillos en las
mesas y Rosa va de uno a otro, haciendo ademanes y abriendo mucho sus diminutos
ojos.
Mariana se sienta
sola en una mesa, no tiene ganas de hablar, pero Rosa la divisa enseguida y se
le acerca.
-Puff, ya viene María
la cotilla, ¿qué noticias me traerá hoy?
-¡Mariana, Mariana!
¿No te has enterado de lo que ha pasado hoy?
-Pues no Rosa, no me
he enterado, por la sencilla razón de que acabo de bajarme de un taxi hace diez
minutos y porque he pasado el día en el pueblo. Dímelo tú. Te sale la noticia
por todos los orificios de tu cuerpo juncal.
-No te burles
Mariana. A Inés se la han tenido que llevar al hospital.
-¿Cómo? ¿Que le ha
pasado?
-¿No te dije que
había venido mu triste? ¿No te dije que algo le había pasao en Santander?
-Rosa al grano, cuéntame
lo que le ha pasado.
-Yo exactamente no lo
se. Se la han llevao en la ambulancia al hospital. Unos dicen que envenená,
otros que se ha cortao las venas, otros que… Los enfermeros no han querío decir
na, la llevaban cubierta con una manta. No se sabe si viva o muerta. Ha venío
la policía, nos han hecho preguntas a tos, pero nadie sabe na de na, la
muchacha que se la encontró se la ha llevao la policía, y aún no ha vuelto.
Algo mu gordo tiene que haber hecho esa mujer. Yo tengo el corazón encogío.
-Venga Rosa, si el
otro día la estabas despellejando con la Agustina.
-¡Ay Mariana, una
cosa es hablar mal de una persona y otra desear que le pase na malo! ¡Ay seguro
que está muerta!
-¿Pero tú te has
enterado de que se haya muerto?
-No, pero me lo
supongo, sino ¿que hace la policía aquí?, ¿eh listilla? ¿Por qué ha venío la
pasma?
-Y yo que se, ¡pero
no mates a la gente antes de tiempo!
-Hija, contigo no se
puede, ¡que saboría eres!
-Que le vamos a
hacer, si es de nacimiento y eso no tiene cura.
Mariana se marcha a
su habitación. Ha cambiado el viento, la brisa demasiado fresca, hace que se estremezca
y se retire del balcón. Cierra la puerta y se acerca a la mesilla de noche.
Coge sus gafas y se pone a leer el libo que ha comprado.
Los ojos se le cansan
pronto y la envuelve la somnolencia. Se desviste y se va a la cama. Mientras
espera que el sueño la rinda piensa en Inés.
…¿Que le habrá pasado
a la pobre mujer?, parecía feliz cuando se fue de viaje y sin embargo ha vuelto
callada y triste. Lo de callada no es de extrañar. Inés no es una mujer
sociable, pero tampoco se le veía triste.
Inés es una de esas
personas a la que nadie es capaz de adivinar sus pensamientos ni sus problemas.
Desde que ella la conoce siempre la ha visto fría y distante, pero desde luego
amable y bien educada.
Saluda a todo el
mundo, pero con todos guarda las distancias. Ella es otra de las residentes
respetadas. Sin dárselas de señora, todos la consideran como tal. A todo el mundo
se dirige con educación y dulzura, pero sin intimar con nadie. Nadie sabe nada
de ella, ni ella se acerca a los corrillos para oír chismes. ¿Qué historia
guardará esa mujer tan extraña?
El sueño la vence.